Nuestros
héroes
se muestran
confusos
ante el
camino
a seguir,
hasta que
recuerdan
las balaustradas
exteriores
del templo,
que recorren
el exterior
de la estructura
al abrigo
del follaje
selvático.
Acceden
a una de
ellas,
con suma
cautela.
Shosuro,
que va
en cabeza,
escucha
gruñidos
y golpes
desde el
techo,
lo que
aborta
una emboscada
de los
simios
terribles
que vagan
por el
edificio.
| Nota
del Master:
después
de esta
pelea,
Miguel
(jugador
de Chang
Wo),
recordó
por primera
vez en
11 sesiones
decirme
que miraba
a ver
si alguna
flecha
había
quedado
en buen
estado
para
volver
a utilizarla.
De las
dos que
había
disparado,
una no
se había
roto.
"Ya
tienes
flecha
para
seguir
disparando
otras
11 sesiones
más",
le dije.
Entre
risas
contestó:
"Pero
necesito
otra
más,
para
hacer
ataque
completo
alguna
vez".
Y las
risas
se volvieron
carcajadas
cuando
comentó:
"Es
que me
parece
que no
tengo
ni flechas
apuntadas
en la
hoja
de PJ",
y un
instante
después
remató
con:
"Aquí
donde
pone
'Flechas'
tengo
apuntado
un anillo
mágico".
Brutal.
|
Una
vez despachados
los dos
gorilas,
sin mayores
complicaciones,
se dedican
a recorrer
el atrio
exterior
hasta que
llegan
a una puerta
a medio
abrir.
Al escurrirse
dentro
ven varias
jarras
con lo
que parecen
ser ofrendas
de carne,
vegetales
y bebida
en mal
estado,
junto a
otro par
de puertas
de tamaño
colosal
que también
están
entreabiertas.
Arrojan
hacia dentro
un cetro
solar activado,
tras lo
cual ven
una gigantesca
sombra
arácnida
que se
recorta
en una
de las
paredes
y un apresurado
golpeteo
de patas
que se
escurren
hacia las
sombras.
Con gran
coraje,
los tres
compañeros
se escurren
por el
hueco entre
las jambas
(no sin
ciertas
dificultades
en el caso
de Shosuro
y su voluminosa
figura).
Lo que
primero
llama su
atención
es el cadáver
de un guardia
con la
misma librea
que han
estado
viendo
por todo
el templo,
aunque
sólo
está
presente
su mitad
superior
y consumida
hasta no
ser más
que un
cascarón
reseco.
Pero la
amenaza
inmediata
proviene
del terror
que se
agazapa
en la esquina
más
alejada:
un escorpión
Gargantuesco,
un engendro
sacado
de sus
pesadillas
más
alocadas,
que ahora
chasquea
amenazadoramente
sus enormes
pinzas
en su dirección.
Congelados
en su sitio
durante
un instante,
hacen de
tripas
corazón
y el valiente
Lei Tsu
se lanza
a la carga
mientras
entra en
furia divina.
Su primer
ataque
apenas
hace mella
en el quitinoso
caparazón
del arácnido
antinatural,
pero tras
él
carga Chang
Wo y le
causa un
gran corte
con su
katana.
Sin embargo,
los dos
pinzazos
de la criatura
tienen
un efecto
devastador:
Lei Tsu
queda al
borde de
la muerte
tras recibir
un apretón
abrumador
y el samurai
también
se lleva
lo suyo.
Viendo
que esta
mole de
quitina
y veneno
es la muerte
personificada,
los aventureros
optan por
una retirada
estratégica.
Tras gritarle
a Shosuro
que corra
junto a
la pared
opuesta
para salir
por la
puerta
que hay
enfrente,
Chang Wo
deja que
Lei Tsu
se retire
tras él,
cubriéndole
de los
ataques
del monstruo
(y recibiendo
un doloroso
aguijonazo
en el hombro
al darse
la vuelta).
Cuando
ambos se
reúnen
con el
pícaro
junto a
la puerta,
se deslizan
por la
abertura
y dejan
de nuevo
al titán
encerrado
en su cárcel
involuntaria.
La
sala en
la que
se encuentran
es igual
que la
antesala
anterior,
pero esta
sin ofrendas.
Al forzar
la puerta
que hay
al otro
lado, se
encuentran
en el atrio
exterior
del otro
extremo
del templo.
Un atajo
que casi
les sale
caro. Lei
Tsu opta
por seguir
por el
exterior
del templo
hasta su
otra cara,
donde descubren
otro grupo
de escaleras
que ascienden
hasta un
nivel que
aún
no habían
visitado.
Al llegar
a la parte
superior
se encuentran
con unas
puertas
atrancadas
de par
en par,
aunque
parece
que la
fallida
expedición
del noble
también
llegó
aquí.
Los cuerpos
de sus
guardias
jalonan
el suelo,
muertos
a golpes
por puños
gigantescos,
desperdigados
alrededor
de una
ingeniosa
máquina
parecida
a un torno.
El aparato
está
unido por
una cadena
a varias
estacas
clavadas
en la puerta,
y a todas
luces es
algún
tipo de
mecanismo
para forzar
la puerta,
aunque
los anteriores
exploradores
sucumbieron
a un ataque
de los
simios
antes de
poder darle
buen uso.
Lei Tsu
prueba
fortuna
primero,
girando
la rueda
de la máquina
con gran
esfuerzo,
pero no
consigue
nada más
que calambres
y dolor
de brazos.
Shosuro
coge la
palanca
a continuación,
aplicando
a la tarea
todo su
peso muerto.
Lentamente
la cadena
se estira
y comienza
a tirar
de las
estacas
de hierro,
que durante
un instante
parecen
a punto
de desclavarse
de la puerta.
Pero por
fin logra
su objetivo,
aunque
con resultados
inesperados.
En cuando
las hojas
de la puerta
se separan
un milímetro,
ambas se
abren con
un estruendo
y una tromba
de agua
contenida
inunda
el descansillo.
Cogidos
por sorpresa,
ninguno
de los
tres compañeros
puede reaccionar
a tiempo
y son arrojados
escaleras
abajo por
la tremenda
riada.
Se ponen
en pie
de nuevo
en el atrio
del piso
inferior,
empapados,
magullados
y cabreados.
Tras
esperar
a que el
caudal
de agua
se estabilice,
vuelven
a subir
por las
escaleras
y examinan
el interior
del nivel
anegado.
Cetro solar
en mano,
descubren
un segundo
zigurat
en miniatura
con inscripciones
y construcción
muy similares
al primero,
que se
alza en
medio de
una sala
cubierta
por un
medio metro
de agua.
Tras examinar
el resto
de la zona,
descubren
dos losas
de piedra
que se
alzan en
extremos
opuestos
de la sala:
cada una
tiene un
agujero
abierto
en su centro,
y mientras
que por
uno entra
un gran
chorro
de agua
constante
(que impide
que la
sala se
vacíe
del todo
de agua),
por el
otro se
puede ver
un hermoso
paisaje
submarino
de agua
cristalina
y clara,
que sin
embargo
no invade
la habitación.
Intrigado,
Lei Tsu
mete su
cabeza
por este
segundo
agujero
y se encuentra
rodeado
por agua
en todas
direcciones.
Cuando
ve a varias
criaturas
pequeñas
de aspecto
cruel (una
especie
de hombres-pez
escamosos)
que se
dirigen
hacia él,
retira
la cabeza
y cuenta
lo que
ha visto
a sus compañeros.
Súbitamente,
la atmósfera
se vuelve
más
densa.
Aunque
Shosuro
no lo nota,
los otros
dos amigos
deben salir
de la sala
para evitar
la agobiante
sensación
de asfixia
que los
envuelve.
Una vez
recuperados,
el samurai
decide
llevar
a la práctica
una idea
alocada:
calculando
más
o menos
el lugar
en el que
debe estar
la cámara
del escorpión
en el piso
inferior,
se dispone
a perforar
el suelo
para ahogar
a la gigantesca
criatura.
Mientras
se pone
manos a
la obra,
le sobreviene
de nuevo
la sensación
de ahogo
y es atacado
por una
criatura
que le
apresa
las piernas
y lo zambulle
bajo el
agua. Pugnando
por sacar
su wakizashi
para librarse
del mortal
abrazo,
vislumbra
el rostro
de su atacante:
las horripilantes
facciones
de un hombre
abotargado
e hinchado,
de piel
azulada
y carne
fofa, como
la de un
ahogado.
Presa del
pánico
acuchilla
ferozmente
a su agresor,
hasta que
logra que
éste
le suelte.
Una vez
en pie,
se alivia
al ver
que sus
dos compañeros
han corrido
en su auxilio
y se traban
con el
muerto
viviente
en combate
cerrado.
No obstante,
la criatura
resulta
ser más
dura de
pelar de
lo que
parece
en un principio:
sus heridas
parecen
curarse
poco a
poco y
la batalla
se prolonga.
El samurai,
ya agotado
por el
aura mágica
que emite
la criatura,
se derrumba
sobre el
agua tras
recibir
dos puñetazos
colosales.
El muerto
viviente
se gira
para encararse
con sus
otros dos
rivales
ahora que
su víctima
original
ya no es
una amenaza,
pero varios
ataques
inspirados
de Shosuro
y Lei Tsu
logran
reducirlo
al fin.
La criatura
se derrumba
bajo el
agua sin
un sonido.
El sohei
saca al
samurai
del agua,
lo sitúa
sobre el
primer
escalón
seco del
zigurat
y logra
estabilizarlo
con sus
artes curativas,
tras lo
cual le
da una
de sus
pociones.
Nota
del
Master:
los
agujeros
en las
losas
son
portales
unidireccionales
al plano
Elemental
de agua,
uno
de entrada
y otro
de salida,
aunque
originalmente
estaban
unidos
por
un tubo
de cristal
que
hacía
de cañería.
Aquí,
los
eruditos
y sabios
de la
corte
podían
estudiar
las
corrientes
de ese
plano
y a
alguna
que
otra
criatura
ocasional
que
se colaba
por
los
portales
(como
los
méfits
de agua
que
vio
Lei
Tsu).
Un desdichado
aventurero
tuvo
la mala
fortuna
de romper
el tubo,
lo que
inundó
todo
el nivel
y causó
su muerte
por
ahogamiento.
Los
personajes
no llegaron
a enterarse
de esto
(aunque
sus
jugadores
pueden,
si se
molestan
en leerme). |
Tras
descansar
y recuperarse
del combate,
los compañeros
comienzan
a darle
vueltas
al tema
de los
zigurats,
sus extraños
símbolos
y los objetos
que han
encontrado:
el enorme
libro,
el diente
gigante
y el disco
de cristal.
| Nota
del Master:
es increíble
lo que
puede
discurrir
una mente
desesperada.
La cantidad
de combinaciones
absurdas
que intentaron
hacer
los jugadores
con estos
objetos,
aún
incluso
de haber
descubierto
la forma
de descifrar
los jeroglíficos,
es apabullante.
Desde
encajar
el rompecódigos
en uno
de los
portales
al plano
Elemental
hasta
repasar
los jeroglíficos
del zigurat
con la
punta
del diente,
pasando
por colocar
un objeto
en lo
alto
de cada
zigurat
en todas
las combinaciones
posibles.
Santa
paciencia.
|
Finalmente,
el samurai
Chang Wo
decide
contemplar
el zigurat
a través
del cristal
del aro
(cristal
que Shosuro
seguía
jurando
por sus
muertos
que era
opaco).
Por fin
las piezas
comienzan
a encajar.
Los dos
niveles
inferiores
contienen
jeroglíficos
que hablan
de varias
parábolas
antiguas
incomprensibles,
pero el
tercero
ofrece
los nombres
de tres
constelaciones
antiguas.
De vuelta
al otro
zigurat
del nivel
superior,
obtienen
los mismos
resultados
con otros
tres nombres
distintos.
Llevado
por la
emoción,
el samurai
emplea
el rompecódigos
para descifrar
las páginas
del gran
libro que
parece
un tratado
de medicina.
Tras terminar
de pasar
sus hojas,
los textos
desaparecen
y Chang
Wo se siente
con mayor
salud y
vigor que
antes (Nota
del Master:
manual
de salud
corporal
+1).
| Nota
del Master:
sorprendente
Shosuro,
que se
sacó
de la
manga
una tirada
de Saber
(arcano)
de proporciones
épicas,
para
regalar
a sus
compañeros
con un
notable
flashback
sobre
las historias
que le
contaba
su abuelo
acerca
de las
constelaciones
antiguas.
|
Uniendo
cabos,
vuelven
a la sala
del trono
y comienzan
de nuevo
a debatir
sobre cómo
emplear
los seis
nombres
que han
obtenido
de los
zigurats
en conjunción
con aquellos
que aparecen
en el disco
metálico
de la base
del trono.
Finalmente
es el samurai
quien se
topa con
la solución,
sentándose
sobre el
trono mientras
recita
los nombres
de las
constelaciones.
Cada vez
que lo
hace, el
trono gira
para alinear
el glifo
de su base
con la
línea
central
de la sala
y sobre
él
aparecen
unos puntos
luminosos,
que forman
el dibujo
de las
constelaciones
según
se las
conocía
hace siglos.
Cuando
pronuncia
el sexto
nombre,
desaparece
ante la
atónita
mirada
de sus
compañeros.
Lei Tsu
y Shosuro
discuten
qué
hacer,
ya que
Chang Wo
se ha desvanecido
llevándose
el disco
y el diente
(objetos
que, a
estas alturas,
aún
juzgan
imprescindibles
para hacer
funcionar
la máquina).
Tras echarlo
a suertes,
el perdedor
se sienta
en el trono
y Shosuro
se queda
a solas.
Superando
sus ganas
de salir
por piernas,
el pícaro
se acomoda
en el gran
sitial
y también
desaparece.
Ahora
los tres
compañeros
se encuentran
en la cámara
secreta
del templo,
la cripta
funeraria
del gran
rajá
Turani.
Desde su
posición
elevada
en lo alto
de lo que
parece
un estrado
de piedra
maciza,
contemplan
una sala
en penumbras
jalonada
por enormes
estatuas
del suelo
al techo.
Agudizando
la vista,
Lei Tsu
percibe
formas
humanoides
que permanecen
quietas
entre las
columnas.
Tras esperar
un tiempo
prudencial
y lanzar
un conjuro
de luz
sobre la
flecha
del samurai,
descienden
de la tarima
y se adentran
en el bosque
de columnas.
Y deben
entrecerrar
los ojos,
ya que
la luz
incide
sobre el
recubrimiento
de oro
de las
columnatas
y les ciega.
Shosuro
apenas
puede contenerse.
La sala
está
decorada
como los
aposentos
privados
de un noble
asquerosamente
opulento:
sedas y
tapices
en las
paredes,
recubrimientos
de oro
en las
columnas,
losetas
de mármol
en el suelo...
y un batallón
de figuras
humanoides
que montan
guardia
a lo largo
del pasillo
central
de la cripta.
Aunque
el paso
del tiempo
es evidente
y toda
la estancia
muestra
cierto
aire de
decadencia
y abandono,
los tesoros
del lugar
conservan
todo su
esplendor.
Lei Tsu
se acerca
a las figuras
que se
alinean
en el pasillo,
para descubrir
que son
humanos
momificados
en posición
de guardia
perpetua.
Sus cuerpos
apergaminados
están
cubiertos
por armaduras
ceremoniales
de los
metales
más
finos,
adornados
con alhajas
dignas
de un noble
y equipados
con armas
de la mejor
calidad.
Shosuro
se siente
abrumado,
y a duras
penas logran
Chang Wo
y Lei Tsu
que mantenga
sus manos
quietas.
Como un
niño
pequeño
en una
juguetería,
el pícaro
avanza
escoltado
por sus
dos compañeros
a lo largo
del pasillo;
sólo
la advertencia
de que
este lugar
seguramente
albergue
una maldición
para quienes
roben algo
logra mantenerlo
a raya.
Al
final del
corredor
señalado
por la
guardia
funeraria
de honor,
se encuentran
con un
gran sarcófago
de piedra
sobre un
pedestal.
El sarcófago
está
cubierto
por completo
de piedras
preciosas,
jade, obsidiana
y marfil.
En cada
una de
sus esquinas
se alza
también
uno de
los guardias
momificados.
Con ayuda
del rompecódigos,
Lei Tsu
lee los
símbolos
que hay
inscritos
en su tapa.
Con ello
identifican
el lugar
de reposo
eterno
del gran
rajá
Turani
y una maldición
que avisa
de las
temibles
consecuencias
para aquellos
que profanen
su descanso.
Tras sopesar
las consecuencias
de sus
actos durante
mucho tiempo,
se deciden
a abrir
el sarcófago.
| Nota
del Master:
he de
decir
que los
personajes
legales
buenos
(Chang
Wo y
Lei Tsu)
jugaron
bien
sus papeles
y se
mostraban
harto
reacios
a profanar
así
una tumba.
Al final,
ante
la insistencia
de Shosuro,
se decidieron
a hacerlo.
Después
de todo
sabían
desde
el principio
que debían
recuperar
el diamante
de una
cripta,
y se
repitieron
a sí
mismos
que era
por una
causa
noble,
para
que el
joven
rajá
Sulai
pudiese
volver
a unificar
el imperio.
|
Mover
la pesada
tapa les
lleva algún
tiempo,
pero finalmente
se encuentran
ante el
cuerpo
momificado
del glorioso
y legendario
rajá
Turani.
El interior
del sarcófago
está
forrado
en seda.
Sus ropajes,
bastante
bien conservados,
son de
una tela
jamás
vista por
sus ojos.
Sobre su
pecho descansa
tal cantidad
de collares,
orfebrería
y ofrendas
en joyas
que Shosuro
sufre un
bajón
de tensión,
por no
hablar
de los
suntuosos
anillos
que decoran
sus manos
y pies,
o los recargados
pendientes
de pedrería
que siguen
prendidos
en su piel
reseca.
Pero los
seis ojos
vivos que
están
en la sala
se dirigen
al unísono
a su cabeza,
al turbante
de raso
blanco
que la
cubre.
O más
concretamente,
al increíble
diamante
azul que
adorna
su parte
frontal
bajo varias
plumas
de pavo
real. Shosuro
alarga
su mano
como un
resorte,
pero Chang
Wo la detiene.
Como medida
de prevención,
Lei Tsu
sostiene
el diente
gigante
frente
al pecho
de Turani
a modo
de estaca,
esperando
que si
la momia
del rajá
cobra vida
al expoliar
sus restos,
se empale
a sí
misma con
él
(Nota
del Master:
las
rachas
de "voy
a interpretar
bien a
mi Legal
bueno"
duran muy
poco en
este grupo
de juego).
Los
ágiles
dedos del
pícaro
liberan
el turbante
del peso
del diamante
en un abrir
y cerrar
de ojos
(Nota
del Master:
algunas
leyendas
apócrifas
dicen que
Shosuro
reemplazó
el diamante
por una
mano amputada
de simio
terrible,
pero este
extremo
no ha podido
ser confirmado
por ningún
erudito).
En el instante
en que
lo hace,
en la sala
resuena
una especie
de suspiro,
como si
una presencia
invisible
hubiese
exhalado
su respiración
contenida.
Un escalofrío
recorre
las nucas
de los
tres aventureros,
que se
aprestan
de inmediato
al combate.
Sin embargo,
tras varios
instantes
de gran
tensión,
no ocurre
nada. Impacientes
por salir
de allí,
se afanan
buscando
por paredes
y suelo
una forma
de salir;
una trampilla,
pasadizo
o puerta
secreta
que les
permita
abandonar
la cripta,
aunque
no encuentran
nada. Todo
está
sumido
en un silencio
sepulcral.
Sin fiarse
aún
de las
apariencias,
los tres
salen corriendo
lo más
lejos posible
de las
momias,
mientras
regresan
al estrado
del otro
extremo.
Sin dejar
de mirar
sobre sus
hombros,
trepan
a la parte
más
elevada
y esperan
algún
acontecimiento.
Mientras
Chang Wo
y Shosuro
discuten
sobre la
conveniencia
de coger
o no más
joyas de
la cripta,
Lei Tsu
tiene una
inspiración
y repite
los seis
nombres
que los
teleportaron
allí.
Tras comprobar
que ha
regresado
a la sala
del trono,
vuelve
a activarlo
para retornar
a la cripta;
su aparición
da un susto
de muerte
al samurai,
pero por
fin saben
cómo
salir.
Tras
teleportarse
de nuevo
a la sala
del gran
trono,
descienden
los escalones
y salen
del templo.
Shosuro,
que finalmente
no lo pudo
resistir
y se cogió
uno de
los cascos
ceremoniales
de la momia
más
cercana
al estrado,
realiza
un pequeño
montículo
con restos
de sus
enemigos
abatidos
y lo corona
con el
casco sacado
de la cripta.
Luego,
graba su
nombre
en una
piedra
cercana
y se reúne
con sus
compañeros.
Afortunadamente,
los elefantes
y sus cuidadores
siguen
junto al
borde de
la selva
en buenas
condiciones.
Ansiosos
por alejarse
de allí,
inquietos
por la
aparente
facilidad
con la
que se
han hecho
con el
codiciado
diamante,
ordenan
a sus guías
que los
lleven
de vuelta
a Pasar
de inmediato.
El
viaje de
vuelta
es tranquilo,
y llegan
al palacio
de Tempat
Larang
sin más
novedades.
Cuando
se acercan
al edificio
principal
solicitan
a los guardias
que les
abran las
puertas,
pero estos
les hacen
esperar
un buen
rato. Cuando
su paciencia
estaba
a punto
de agotarse,
les anuncian
que el
rajá
Sulai
Antra
les concede
una breve
audiencia.
Los tres
aventureros
acceden
a la gran
sala de
recepción
y atraviesan
la nube
de cortesanos
hasta el
trono,
donde el
rajá
niño
departe
entre risas
con varios
jóvenes
oficiales
de su ejército.
Los compañeros
se detienen
ante él
y lo saludan
con gran
cortesía,
aunque
el regente
parece
no verlos
siquiera.
Un noble
llama su
atención
y el rajá
abandona
a regañadientes
su conversación
para prestar
atención
a los recién
llegados.
Tarda un
instante
en reconocerlos,
lo que
provoca
varias
miradas
significativas
entre los
compañeros,
pero luego
se deshace
en halagos
para con
los tres
"héroes"
que han
recuperado
una reliquia
tan importante
para su
pueblo.
Se detiene
a admirar
el diamante
durante
unos segundos,
entre las
exclamaciones
y murmullos
de todos
los presentes.
Luego,
prometiendo
a los aventureros
que serán
recompensados
por su
gesta,
los despide
con un
simple
gesto de
su mano
y les pide
que aguarden
en sus
aposentos
a que los
vuelva
a llamar.
Los tres
se dan
la vuelta
con estupor
ante esta
despedida
tan gélida,
para salir
de nuevo
al patio
central.
Sólo
Shosuro,
que osa
girar su
cabeza
para lanzar
una última
mirada
al insolente
Sulai,
contempla
con asombro
cómo
éste
arroja
el diamante
a un lado
como si
fuese una
baratija,
para seguir
charlando
con sus
cortesanos
como si
nada.
Nota
del
Master:
esta
sesión,
como
bien
comentaron
los
jugadores,
terminó
con
un anticlímax
total.
En parte
fue
premeditado,
ya que
había
decidido
de antemano
que
el rajá
les
daría
una
recepción
muy
fría
a su
regreso,
comportándose
como
un niño
malcriado
que
ya se
ha olvidado
de su
último
capricho
para
concentrarse
en otro
juguete
nuevo.
Sin
embargo,
la carencia
de "enemigo
final"
en el
templo
no estaba
del
todo
planeada.
Ya que
estaba
empleando
el módulo
de Eberron
En
manos
de la
Garra
esmeralda
con
algunos
cambios,
tenía
claro
que
no podía
haber
un constructo
gigante
en la
cámara
secreta,
ya que
no pegaría
ni con
cola.
Entre
muchas
dudas
sobre
los
peligros
que
podrían
acechar
en esa
cámara,
al final
opté
por
la solución
más
drástica:
ninguno.
Un simple
suspiro
fantasmal,
un escalofrío
y la
losa
de una
maldición
ancestral
sobre
sus
espaldas
fueron
suficientes
para
que
los
jugadores
saliesen
de allí
con
una
gran
sensación
de mal
rollo.
Ambas
cosas
unidas
formaron
el final
de aventura
más
antiorgásmico
que
hayamos
tenido
en mucho
tiempo.
Un cambio
inesperado
y bastante
sorprendente. |