11ª Sesión: El diamante de Karpula (II)

Nuestros héroes se muestran confusos ante el camino a seguir, hasta que recuerdan las balaustradas exteriores del templo, que recorren el exterior de la estructura al abrigo del follaje selvático. Acceden a una de ellas, con suma cautela. Shosuro, que va en cabeza, escucha gruñidos y golpes desde el techo, lo que aborta una emboscada de los simios terribles que vagan por el edificio.

Nota del Master: después de esta pelea, Miguel (jugador de Chang Wo), recordó por primera vez en 11 sesiones decirme que miraba a ver si alguna flecha había quedado en buen estado para volver a utilizarla. De las dos que había disparado, una no se había roto. "Ya tienes flecha para seguir disparando otras 11 sesiones más", le dije. Entre risas contestó: "Pero necesito otra más, para hacer ataque completo alguna vez". Y las risas se volvieron carcajadas cuando comentó: "Es que me parece que no tengo ni flechas apuntadas en la hoja de PJ", y un instante después remató con: "Aquí donde pone 'Flechas' tengo apuntado un anillo mágico". Brutal.

Una vez despachados los dos gorilas, sin mayores complicaciones, se dedican a recorrer el atrio exterior hasta que llegan a una puerta a medio abrir. Al escurrirse dentro ven varias jarras con lo que parecen ser ofrendas de carne, vegetales y bebida en mal estado, junto a otro par de puertas de tamaño colosal que también están entreabiertas. Arrojan hacia dentro un cetro solar activado, tras lo cual ven una gigantesca sombra arácnida que se recorta en una de las paredes y un apresurado golpeteo de patas que se escurren hacia las sombras. Con gran coraje, los tres compañeros se escurren por el hueco entre las jambas (no sin ciertas dificultades en el caso de Shosuro y su voluminosa figura). Lo que primero llama su atención es el cadáver de un guardia con la misma librea que han estado viendo por todo el templo, aunque sólo está presente su mitad superior y consumida hasta no ser más que un cascarón reseco. Pero la amenaza inmediata proviene del terror que se agazapa en la esquina más alejada: un escorpión Gargantuesco, un engendro sacado de sus pesadillas más alocadas, que ahora chasquea amenazadoramente sus enormes pinzas en su dirección. Congelados en su sitio durante un instante, hacen de tripas corazón y el valiente Lei Tsu se lanza a la carga mientras entra en furia divina. Su primer ataque apenas hace mella en el quitinoso caparazón del arácnido antinatural, pero tras él carga Chang Wo y le causa un gran corte con su katana. Sin embargo, los dos pinzazos de la criatura tienen un efecto devastador: Lei Tsu queda al borde de la muerte tras recibir un apretón abrumador y el samurai también se lleva lo suyo. Viendo que esta mole de quitina y veneno es la muerte personificada, los aventureros optan por una retirada estratégica. Tras gritarle a Shosuro que corra junto a la pared opuesta para salir por la puerta que hay enfrente, Chang Wo deja que Lei Tsu se retire tras él, cubriéndole de los ataques del monstruo (y recibiendo un doloroso aguijonazo en el hombro al darse la vuelta). Cuando ambos se reúnen con el pícaro junto a la puerta, se deslizan por la abertura y dejan de nuevo al titán encerrado en su cárcel involuntaria.

La sala en la que se encuentran es igual que la antesala anterior, pero esta sin ofrendas. Al forzar la puerta que hay al otro lado, se encuentran en el atrio exterior del otro extremo del templo. Un atajo que casi les sale caro. Lei Tsu opta por seguir por el exterior del templo hasta su otra cara, donde descubren otro grupo de escaleras que ascienden hasta un nivel que aún no habían visitado. Al llegar a la parte superior se encuentran con unas puertas atrancadas de par en par, aunque parece que la fallida expedición del noble también llegó aquí. Los cuerpos de sus guardias jalonan el suelo, muertos a golpes por puños gigantescos, desperdigados alrededor de una ingeniosa máquina parecida a un torno. El aparato está unido por una cadena a varias estacas clavadas en la puerta, y a todas luces es algún tipo de mecanismo para forzar la puerta, aunque los anteriores exploradores sucumbieron a un ataque de los simios antes de poder darle buen uso. Lei Tsu prueba fortuna primero, girando la rueda de la máquina con gran esfuerzo, pero no consigue nada más que calambres y dolor de brazos. Shosuro coge la palanca a continuación, aplicando a la tarea todo su peso muerto. Lentamente la cadena se estira y comienza a tirar de las estacas de hierro, que durante un instante parecen a punto de desclavarse de la puerta. Pero por fin logra su objetivo, aunque con resultados inesperados. En cuando las hojas de la puerta se separan un milímetro, ambas se abren con un estruendo y una tromba de agua contenida inunda el descansillo. Cogidos por sorpresa, ninguno de los tres compañeros puede reaccionar a tiempo y son arrojados escaleras abajo por la tremenda riada. Se ponen en pie de nuevo en el atrio del piso inferior, empapados, magullados y cabreados.

Tras esperar a que el caudal de agua se estabilice, vuelven a subir por las escaleras y examinan el interior del nivel anegado. Cetro solar en mano, descubren un segundo zigurat en miniatura con inscripciones y construcción muy similares al primero, que se alza en medio de una sala cubierta por un medio metro de agua. Tras examinar el resto de la zona, descubren dos losas de piedra que se alzan en extremos opuestos de la sala: cada una tiene un agujero abierto en su centro, y mientras que por uno entra un gran chorro de agua constante (que impide que la sala se vacíe del todo de agua), por el otro se puede ver un hermoso paisaje submarino de agua cristalina y clara, que sin embargo no invade la habitación. Intrigado, Lei Tsu mete su cabeza por este segundo agujero y se encuentra rodeado por agua en todas direcciones. Cuando ve a varias criaturas pequeñas de aspecto cruel (una especie de hombres-pez escamosos) que se dirigen hacia él, retira la cabeza y cuenta lo que ha visto a sus compañeros. Súbitamente, la atmósfera se vuelve más densa. Aunque Shosuro no lo nota, los otros dos amigos deben salir de la sala para evitar la agobiante sensación de asfixia que los envuelve. Una vez recuperados, el samurai decide llevar a la práctica una idea alocada: calculando más o menos el lugar en el que debe estar la cámara del escorpión en el piso inferior, se dispone a perforar el suelo para ahogar a la gigantesca criatura. Mientras se pone manos a la obra, le sobreviene de nuevo la sensación de ahogo y es atacado por una criatura que le apresa las piernas y lo zambulle bajo el agua. Pugnando por sacar su wakizashi para librarse del mortal abrazo, vislumbra el rostro de su atacante: las horripilantes facciones de un hombre abotargado e hinchado, de piel azulada y carne fofa, como la de un ahogado. Presa del pánico acuchilla ferozmente a su agresor, hasta que logra que éste le suelte. Una vez en pie, se alivia al ver que sus dos compañeros han corrido en su auxilio y se traban con el muerto viviente en combate cerrado. No obstante, la criatura resulta ser más dura de pelar de lo que parece en un principio: sus heridas parecen curarse poco a poco y la batalla se prolonga. El samurai, ya agotado por el aura mágica que emite la criatura, se derrumba sobre el agua tras recibir dos puñetazos colosales. El muerto viviente se gira para encararse con sus otros dos rivales ahora que su víctima original ya no es una amenaza, pero varios ataques inspirados de Shosuro y Lei Tsu logran reducirlo al fin. La criatura se derrumba bajo el agua sin un sonido. El sohei saca al samurai del agua, lo sitúa sobre el primer escalón seco del zigurat y logra estabilizarlo con sus artes curativas, tras lo cual le da una de sus pociones.

Nota del Master: los agujeros en las losas son portales unidireccionales al plano Elemental de agua, uno de entrada y otro de salida, aunque originalmente estaban unidos por un tubo de cristal que hacía de cañería. Aquí, los eruditos y sabios de la corte podían estudiar las corrientes de ese plano y a alguna que otra criatura ocasional que se colaba por los portales (como los méfits de agua que vio Lei Tsu). Un desdichado aventurero tuvo la mala fortuna de romper el tubo, lo que inundó todo el nivel y causó su muerte por ahogamiento.

Los personajes no llegaron a enterarse de esto (aunque sus jugadores pueden, si se molestan en leerme).

Tras descansar y recuperarse del combate, los compañeros comienzan a darle vueltas al tema de los zigurats, sus extraños símbolos y los objetos que han encontrado: el enorme libro, el diente gigante y el disco de cristal.

Nota del Master: es increíble lo que puede discurrir una mente desesperada. La cantidad de combinaciones absurdas que intentaron hacer los jugadores con estos objetos, aún incluso de haber descubierto la forma de descifrar los jeroglíficos, es apabullante. Desde encajar el rompecódigos en uno de los portales al plano Elemental hasta repasar los jeroglíficos del zigurat con la punta del diente, pasando por colocar un objeto en lo alto de cada zigurat en todas las combinaciones posibles. Santa paciencia.

Finalmente, el samurai Chang Wo decide contemplar el zigurat a través del cristal del aro (cristal que Shosuro seguía jurando por sus muertos que era opaco). Por fin las piezas comienzan a encajar. Los dos niveles inferiores contienen jeroglíficos que hablan de varias parábolas antiguas incomprensibles, pero el tercero ofrece los nombres de tres constelaciones antiguas. De vuelta al otro zigurat del nivel superior, obtienen los mismos resultados con otros tres nombres distintos. Llevado por la emoción, el samurai emplea el rompecódigos para descifrar las páginas del gran libro que parece un tratado de medicina. Tras terminar de pasar sus hojas, los textos desaparecen y Chang Wo se siente con mayor salud y vigor que antes (Nota del Master: manual de salud corporal +1).

Nota del Master: sorprendente Shosuro, que se sacó de la manga una tirada de Saber (arcano) de proporciones épicas, para regalar a sus compañeros con un notable flashback sobre las historias que le contaba su abuelo acerca de las constelaciones antiguas.

Uniendo cabos, vuelven a la sala del trono y comienzan de nuevo a debatir sobre cómo emplear los seis nombres que han obtenido de los zigurats en conjunción con aquellos que aparecen en el disco metálico de la base del trono. Finalmente es el samurai quien se topa con la solución, sentándose sobre el trono mientras recita los nombres de las constelaciones. Cada vez que lo hace, el trono gira para alinear el glifo de su base con la línea central de la sala y sobre él aparecen unos puntos luminosos, que forman el dibujo de las constelaciones según se las conocía hace siglos. Cuando pronuncia el sexto nombre, desaparece ante la atónita mirada de sus compañeros. Lei Tsu y Shosuro discuten qué hacer, ya que Chang Wo se ha desvanecido llevándose el disco y el diente (objetos que, a estas alturas, aún juzgan imprescindibles para hacer funcionar la máquina). Tras echarlo a suertes, el perdedor se sienta en el trono y Shosuro se queda a solas. Superando sus ganas de salir por piernas, el pícaro se acomoda en el gran sitial y también desaparece.

Ahora los tres compañeros se encuentran en la cámara secreta del templo, la cripta funeraria del gran rajá Turani. Desde su posición elevada en lo alto de lo que parece un estrado de piedra maciza, contemplan una sala en penumbras jalonada por enormes estatuas del suelo al techo. Agudizando la vista, Lei Tsu percibe formas humanoides que permanecen quietas entre las columnas. Tras esperar un tiempo prudencial y lanzar un conjuro de luz sobre la flecha del samurai, descienden de la tarima y se adentran en el bosque de columnas. Y deben entrecerrar los ojos, ya que la luz incide sobre el recubrimiento de oro de las columnatas y les ciega. Shosuro apenas puede contenerse. La sala está decorada como los aposentos privados de un noble asquerosamente opulento: sedas y tapices en las paredes, recubrimientos de oro en las columnas, losetas de mármol en el suelo... y un batallón de figuras humanoides que montan guardia a lo largo del pasillo central de la cripta. Aunque el paso del tiempo es evidente y toda la estancia muestra cierto aire de decadencia y abandono, los tesoros del lugar conservan todo su esplendor. Lei Tsu se acerca a las figuras que se alinean en el pasillo, para descubrir que son humanos momificados en posición de guardia perpetua. Sus cuerpos apergaminados están cubiertos por armaduras ceremoniales de los metales más finos, adornados con alhajas dignas de un noble y equipados con armas de la mejor calidad. Shosuro se siente abrumado, y a duras penas logran Chang Wo y Lei Tsu que mantenga sus manos quietas. Como un niño pequeño en una juguetería, el pícaro avanza escoltado por sus dos compañeros a lo largo del pasillo; sólo la advertencia de que este lugar seguramente albergue una maldición para quienes roben algo logra mantenerlo a raya.

Al final del corredor señalado por la guardia funeraria de honor, se encuentran con un gran sarcófago de piedra sobre un pedestal. El sarcófago está cubierto por completo de piedras preciosas, jade, obsidiana y marfil. En cada una de sus esquinas se alza también uno de los guardias momificados. Con ayuda del rompecódigos, Lei Tsu lee los símbolos que hay inscritos en su tapa. Con ello identifican el lugar de reposo eterno del gran rajá Turani y una maldición que avisa de las temibles consecuencias para aquellos que profanen su descanso. Tras sopesar las consecuencias de sus actos durante mucho tiempo, se deciden a abrir el sarcófago.

Nota del Master: he de decir que los personajes legales buenos (Chang Wo y Lei Tsu) jugaron bien sus papeles y se mostraban harto reacios a profanar así una tumba. Al final, ante la insistencia de Shosuro, se decidieron a hacerlo. Después de todo sabían desde el principio que debían recuperar el diamante de una cripta, y se repitieron a sí mismos que era por una causa noble, para que el joven rajá Sulai pudiese volver a unificar el imperio.

Mover la pesada tapa les lleva algún tiempo, pero finalmente se encuentran ante el cuerpo momificado del glorioso y legendario rajá Turani. El interior del sarcófago está forrado en seda. Sus ropajes, bastante bien conservados, son de una tela jamás vista por sus ojos. Sobre su pecho descansa tal cantidad de collares, orfebrería y ofrendas en joyas que Shosuro sufre un bajón de tensión, por no hablar de los suntuosos anillos que decoran sus manos y pies, o los recargados pendientes de pedrería que siguen prendidos en su piel reseca. Pero los seis ojos vivos que están en la sala se dirigen al unísono a su cabeza, al turbante de raso blanco que la cubre. O más concretamente, al increíble diamante azul que adorna su parte frontal bajo varias plumas de pavo real. Shosuro alarga su mano como un resorte, pero Chang Wo la detiene. Como medida de prevención, Lei Tsu sostiene el diente gigante frente al pecho de Turani a modo de estaca, esperando que si la momia del rajá cobra vida al expoliar sus restos, se empale a sí misma con él (Nota del Master: las rachas de "voy a interpretar bien a mi Legal bueno" duran muy poco en este grupo de juego).

Los ágiles dedos del pícaro liberan el turbante del peso del diamante en un abrir y cerrar de ojos (Nota del Master: algunas leyendas apócrifas dicen que Shosuro reemplazó el diamante por una mano amputada de simio terrible, pero este extremo no ha podido ser confirmado por ningún erudito). En el instante en que lo hace, en la sala resuena una especie de suspiro, como si una presencia invisible hubiese exhalado su respiración contenida. Un escalofrío recorre las nucas de los tres aventureros, que se aprestan de inmediato al combate. Sin embargo, tras varios instantes de gran tensión, no ocurre nada. Impacientes por salir de allí, se afanan buscando por paredes y suelo una forma de salir; una trampilla, pasadizo o puerta secreta que les permita abandonar la cripta, aunque no encuentran nada. Todo está sumido en un silencio sepulcral. Sin fiarse aún de las apariencias, los tres salen corriendo lo más lejos posible de las momias, mientras regresan al estrado del otro extremo. Sin dejar de mirar sobre sus hombros, trepan a la parte más elevada y esperan algún acontecimiento. Mientras Chang Wo y Shosuro discuten sobre la conveniencia de coger o no más joyas de la cripta, Lei Tsu tiene una inspiración y repite los seis nombres que los teleportaron allí. Tras comprobar que ha regresado a la sala del trono, vuelve a activarlo para retornar a la cripta; su aparición da un susto de muerte al samurai, pero por fin saben cómo salir.

Tras teleportarse de nuevo a la sala del gran trono, descienden los escalones y salen del templo. Shosuro, que finalmente no lo pudo resistir y se cogió uno de los cascos ceremoniales de la momia más cercana al estrado, realiza un pequeño montículo con restos de sus enemigos abatidos y lo corona con el casco sacado de la cripta. Luego, graba su nombre en una piedra cercana y se reúne con sus compañeros. Afortunadamente, los elefantes y sus cuidadores siguen junto al borde de la selva en buenas condiciones. Ansiosos por alejarse de allí, inquietos por la aparente facilidad con la que se han hecho con el codiciado diamante, ordenan a sus guías que los lleven de vuelta a Pasar de inmediato.

El viaje de vuelta es tranquilo, y llegan al palacio de Tempat Larang sin más novedades. Cuando se acercan al edificio principal solicitan a los guardias que les abran las puertas, pero estos les hacen esperar un buen rato. Cuando su paciencia estaba a punto de agotarse, les anuncian que el rajá Sulai Antra les concede una breve audiencia. Los tres aventureros acceden a la gran sala de recepción y atraviesan la nube de cortesanos hasta el trono, donde el rajá niño departe entre risas con varios jóvenes oficiales de su ejército. Los compañeros se detienen ante él y lo saludan con gran cortesía, aunque el regente parece no verlos siquiera. Un noble llama su atención y el rajá abandona a regañadientes su conversación para prestar atención a los recién llegados. Tarda un instante en reconocerlos, lo que provoca varias miradas significativas entre los compañeros, pero luego se deshace en halagos para con los tres "héroes" que han recuperado una reliquia tan importante para su pueblo. Se detiene a admirar el diamante durante unos segundos, entre las exclamaciones y murmullos de todos los presentes. Luego, prometiendo a los aventureros que serán recompensados por su gesta, los despide con un simple gesto de su mano y les pide que aguarden en sus aposentos a que los vuelva a llamar. Los tres se dan la vuelta con estupor ante esta despedida tan gélida, para salir de nuevo al patio central. Sólo Shosuro, que osa girar su cabeza para lanzar una última mirada al insolente Sulai, contempla con asombro cómo éste arroja el diamante a un lado como si fuese una baratija, para seguir charlando con sus cortesanos como si nada.

Nota del Master: esta sesión, como bien comentaron los jugadores, terminó con un anticlímax total. En parte fue premeditado, ya que había decidido de antemano que el rajá les daría una recepción muy fría a su regreso, comportándose como un niño malcriado que ya se ha olvidado de su último capricho para concentrarse en otro juguete nuevo.

Sin embargo, la carencia de "enemigo final" en el templo no estaba del todo planeada. Ya que estaba empleando el módulo de Eberron En manos de la Garra esmeralda con algunos cambios, tenía claro que no podía haber un constructo gigante en la cámara secreta, ya que no pegaría ni con cola. Entre muchas dudas sobre los peligros que podrían acechar en esa cámara, al final opté por la solución más drástica: ninguno. Un simple suspiro fantasmal, un escalofrío y la losa de una maldición ancestral sobre sus espaldas fueron suficientes para que los jugadores saliesen de allí con una gran sensación de mal rollo.

Ambas cosas unidas formaron el final de aventura más antiorgásmico que hayamos tenido en mucho tiempo. Un cambio inesperado y bastante sorprendente.