3ª Sesión: Rise of the triad

Por muy confortable que fuese su estancia en el Templo, sabían
que tenían que partir para salir de las montañas y proseguir
con su gesta. Antes de partir, el noble shiryo del templo les hizo entrega
de algunas de las bellas armas de la planta baja, para que los ayudasen
en su lucha. Shosuro aceptó una lanza larga de artesanía
excelente, Chang Wo un arco largo digno de un noble y Lei Tsu una espada
corta, muy útil en los combates cerrados, de factura sin par. Además,
el sohei recibió un enigmático consejo del Shiryo: "Seguid
al Gran emperador, pero cuidaos de la sombra del gato".
Tras despedirse de su honorable benefactor, los tres héroes reemprenden
su viaje hacia el sur, siguiendo la ruta que según el siryo los
sacará de las montañas. Pronto llegan sin más problemas
a las estribaciones montañosas, a una amplia llanura surcada en
diagonal de norte a sur por un ancho canal artificial por el que fluyen
con pereza varias barcas y gabarras de carga. Cuando acampan para almorzar
cerca del curso de agua, se enteran por uno de los barqueros, que pasa
junto a ellos pértiga en mano empujando su embarcación,
de que dicha vía fluvial es el canal del Gran emperador, que marca
la frontera entre las provincias de Sheng-Ti y Ching Tung. Recordando
las palabras del sabio shiryo, deciden seguir el curso del Gran emperador
hasta ver qué ocurre.
Al final de una buena caminata por la tarde, los tres compañeros
divisan en la lontananza un puente aqueado que cruza el canal, sobre el
que parece haber una figura humana con evidentes signos de agitación.
Acercándose al extraño, ven que se trata de un hombre entrado
en años, con escaso pelo, facciones consumidas y complexión
delgada. Sus ropas no son las de un campesino, sino más bien las
de un habitante acomodado de la ciudad, con abundante seda y brocados
de plata. Antes de que puedan siquiera presentarse, el extraño
se avalanza hacia ellos mientras les pide auxilio. Asombrados, los tres
viajeros asisten atónitos a la historia que les cuenta el hombre.
La ciudad sureña de Taitung, a un día de viaje carretera
abajo, ha sido asaltada por demonios de todo tipo. Los seres del más
allá han masacrado a la población y devorado sus cadáveres.
Son pocos los que han sobrevivido a la matanza, que no ha podido ser evitada
ni siquiera por las tropas del señor local Tang Cho We, cuya fortaleza
se alza en la propia ciudad. En una sola noche todos los habitantes han
perecido o huído a los cuatro vientos.
Los héroes se miran con asombro, y comienzan a cuestionarse la
sabiduría de adentrarse aún más en tierras del sur,
con semejante amenaza (capaz de acabar con la guarnición de un
señor feudal al completo en una noche) suelta. Comienzan a departir
entre sí, mientras el extraño les tira de la ropa, solloza
y les intenta convencer de que se vayan por donde han venido. Es en ese
momento en que Shosuro, el pícaro, se da cuenta de que algo va
mal. El desconocido está de rodillas en el suelo, con la cabeza
baja y tironeando de la túnica de Lei Tsu, mientras solloza y murmura
plegarias ininteligibles a los dioses. Pero su mano desata con habilidad
el saquillo de monedas que el sohei lleva al cinto, aligerando al Lei
Tsu de su carga en un abrir y cerrar de ojos. Alertado, el pícaro
da la alarma y todos se ponen en guardia. Con el conjuro enajenador roto,
el devorador de aflicciones (pues no es un humano quien los ha abordado,
sino un espíritu ladronzuelo) se pone en pie como un rayo y se
arroja al río. Los tres héroes baten sus orillas con atención,
hasta que lo descubren aferrado a la parte inferior del puente, gracias
a las gotas de agua que caen sobre la superficie del canal. Descubierto,
el devorador de aflicciones salta con agilidad a tierra y recibe un par
de flechazos del samurai, pero logra mantener la verticalidad lo suficiente
para echar a correr hacia unas colinas cercanas. Cargado con su pesada
armadura, Chang Wo, el más cercano de los tres, no logra mantener
su ritmo y, entre toses y esputos, abandona la persecución. Haciendo
balance han perdido gran parte de su dinero, un par de gemas y algo de
comida. Maldiciéndose por haber sido tan descuidados y dejarse
atrapar con unos cuentos y sortilegios tan ladinos, los tres se ponen
en marcha de nuevo hacia el sur sumidos en un profundo silencio.
Nada perturba su viaje durante el siguiente día, y cuando divisan
las siluetas bajas de los primeros edificios de la ciudad de Taitung,
acantonada tras una empalizada baja de madera, su vergüenza aumenta
al comprobar que está en perfecto estado y recordar los engaños
a los que fueron sometidos para doblegar sus mentes ante las artimañas
del malvado ser. La ciudad se encuentra en el cruce de dos vías
de comunicación muy importantes: la Ruta de las especias, que llega
del norte, y el Camino de Posta Kuan, que llega del oeste y se convierte
en la Carretera de los siete borrachos hasta llegar a la costa. También
está justo en la confluencia de tres provincias: Ching Tung al
oeste, Sheng-Ti al norte (de donde vienen los héroes) y Hungtse
al sur. Los tres compañeros llegan justo para comer en uno de los
abarrotados mercadillos al aire libre que rodean todo el perímetro
de la urbe. Se hacen con algo de comida para llevar en uno de los puestos
ambulantes, y van degustando la carne, el pescado y la pasta locales mientras
se adentran en Taitung y recorren sus calles sin prisas.
Tras haber comido sobre la marcha, realizado algunas compras y departido
amigablemente con los tenderos acerca de la ciudad, se alejan del bullicio
de las calles principales en busca de la casa de huéspedes "El
tejón", que les han recomendado por su calidad y buen precio.
No han caminado mucho cuando pasan por delante de un callejón que
llama su atención al instante. Entre los tendales con ropa tendida,
vislumbran tres figuras casi al fondo de la calle sin salida. Dos de ellas
parecen estar reteniendo a la tercera, que mira nerviosamente hacia la
calle principal y está claramente nerviosa. Oliendo los problemas,
los tres héroes se adentran en el callejón, donde dos hombres
vestidos con monos negros y fajines rojos están sujetando contra
la pared a un sudoroso hombre de mediana edad y largos bigotes, que mira
con alivio a los recién llegados. Tras una tensa conversación,
bajo la que subyace un duelo de voluntades, los dos matones dan su brazo
a torcer y ceden ante los aventureros bien armados. Dejan marchar a su
cautivo, no sin antes advertirle que aún tienen negocios pendientes.
Tras desfacer este entuerto, los aventureros llegan por fin a "El
tejón", una acogedora casa de huéspedes de dos pisos.
Su planta baja alberga varias mesas para comidas, un pequeño bar
con su cocina y algunos reservados para quienes desean comer o pasar la
tarde en la intimidad. El piso superior cuenta con cuatro habitaciones
modestas, en las que los viajeros sin pretensión de ningún
lujo pueden pasar una noche tranquila. Los recién llegados alquilan
una habitación para la noche, salen de nuevo a la ciudad a realizar
algunas compras de última hora y regresan de nuevo al hospicio
para una rápida cena y un sueño reparador. Pero la noche
no es tranquila en Taitung. Shosuro, cuyo sueño es ligero, se despierta
a medianoche tras oir lo que le ha parecido un gemido ahogado. Despertada
su curiosidad, sale de su habitación sin calzarse y se acerca con
sigilo a las escaleras del piso inferior. Allí escucha una discusión,
mantenida en voz baja, proveniente de la zona de comidas. Previendo problemas,
el pícaro despierta a sus dos compañeros y los tres se acercan
de nuevo a la escalera. En el piso inferior, un hombre de aspecto rudo,
vestido con un mono negro con fajín rojo, mantiene agarrada por
el pelo a una de las hijas del dueño del local, con quien está
discutiendo con gran seriedad. Los tres héroes interrumpen la escena,
y el intruso es cogido por sorpresa por su osadía. Mirándolos
con odio, el hombre de negro se va del local, no sin antes advertir que
"no es sensato contratar guardaespaldas contra el Gato negro".
De nada sirven los balbuceos del posadero sobre la verdadera naturaleza
de los visitantes. Tras una advertencia a los héroes para que olviden
todo lo que han visto, y una última mirada amenazadora al posadero,
el matón de negro desaparece en la noche. El posadero no responde
a ninguna de las preguntas de los aventureros sobre el hombre o la razón
de su presencia y amenazas. Está claro que el miedo lo atenaza.
Sin embargo, los tres compañeros han atado otro cabo: el hombre
parece trabajar para una organización llamada el Gato negro; el
shiryo les dijo que se guardasen de la sombra del gato, por lo que llegan
a la conclusión de que aquí hay una misión que cumplir.
Durante el día siguiente los aventureros se dedican a recorrer
la ciudad, intentando reunir algo de información acerca de los
hombres de negro que parecen ejercer tanto poder en los callejones de
la ciudad. No logran obtener nada significativo, aparte de miradas de
sospecha, puertas cerradas y gruñidos. A media tarde el pícaro
y el samurai se cruzan con uno de estos hombres con mono negro y fajín
rojo en la zona del mercado. Lo siguen con discreción hasta que
se introduce en una humilde casa de las afueras. El pícaro decide
quedarse por la zona, disfrazado de mendigo, mientras Chang Wo regresa
al "El tejón" para reunirse con Lei Tsu. Tras una cena
rápida, el samurai decide ir a llevarle algo de comida a Shosuro.
Agradecido, el voluminoso pícaro la devora en un santiamén
y decide dar por terminada la vigilancia. No se ha movido nada en la casa
y está cansado de estar a la intemperie. Con un último vistazo
a la casa, ambos regresan a la posada.
Esa
noche logran convencer al posadero de que envíe a su mujer e hijas
a dormir a otra casa, con una pariente que no vive lejos, mientras ellos
se quedan en la posada con él, para poder protegerlo si volviesen
los matones de negro. El posadero termina por ceder, convencido de que
da igual lo que hagan, porque ya es hombre muerto. Y no está equivocado.
Los tres héroes montan guardia en su habitación. A medianoche
escuchan ruidos de cristales rotos en el pasillo, y todos ellos salen
a investigar, dejando al posadero solo tras de sí. Grave error.
Pronto el pasillo del segundo piso se convierte en un torbellino de acción.
Por cada una de las ventanas (tres, en total), entran como demonios dos
ninjas con mono negro y fajines rojos. Sin un solo ruido, aparte de los
cristales quebrados, se lanzan a por los tres defensores de su víctima.
El combate es furioso, en el estrecho espacio del pasillo, pero los aventureros
logran matar a un par de ellos sin apenas recibir heridas. Lei Tsu, de
un poderoso golpe, hace que un tercero atraviese la débil pared
de juncos y esterilla de una de las habitaciones, enviando el cadáver
de su rival al interior de la sala. Chang Wo ensarta a otro sin apenas
dejarlo alejarse de la ventana, y con un potente giro de muñeca
parte su cuerpo en dos, enviando ambas mitades de vuelta a la calle. La
lanza de Shosuro no es menos efectiva, y deja clavado a un tercero contra
la pared de la posada. Cuando el combate ya está ganado, dos antorchas
entran volando desde la calle, cayendo cerca de la escalera al primer
piso. Shosuro, el más cercano, las recoge y vuelve a lanzarlas
fuera. Chang Wo da buena cuenta del último intruso, mientras Lei
Tsu se teme lo peor. Este ataque, junto al burdo intento de incendiar
la posada, no es más que una maniobra de distracción. El
sohei atraviesa el hueco creado por su primera víctima en la pared,
y calculando más o menos dónde están sus habitaciones,
carga contra la frágil separación de junco para entrar por
sorpresa en su aposento. Y se cumplen sus temores. Un hombre de negro,
el mismo que sorprendieron la noche anterior amenazando al posadero, está
encorvado con un puñal ensangrentado sobre el cadáver de
aquél. El asesino mira al sohei y se gira para salir por la puerta
de la habitación, pero en ese momento aparece Chang Wo en el vano
para cortarle el paso. Riendo como un demente, con una amenaza de muerte
en sus labios, el asesino muerde la típica píldora de veneno
y cae fulminado. Al registrar el cadáver no encuentran mucho, aparte
de un puñado de monedas de plata, otra píldora de veneno
y un silbato que parece algún tipo de reclamo para animales. El
fallecido luce en la espalda los tatuajes de un estilizado gato negro
y un lirio, rodeados por símbolos arcanos de agilidad y buena suerte.
Furiosos por haber vuelto a ser engañados y no haber podido proteger
al posadero, los héroes juran erradicar la amenaza de estos asesinos
cuanto antes. Al día siguiente tienen un amargo encuentro con la
guardia de la ciudad, compuesta por milicianos del señor local,
ante los que tienen que dar muchas explicaciones por la matanza de la
noche. Finalmente, gracias a un par de sobornos bien efectuados, logran
desenmascarar a un oficial de la guardia corrupto (un miembro del Gato
negro que se había infiltrado en la milicia) y averiguar la base
de operaciones de esta tríada. La Casa de Fu-Kai, casa de té
y teatro de sombras chinescas, es un garito bastante turbio de la zona
del puerto fluvial; en su parte de atrás también hay un
fumadero de opio, conocido por algunos de los tipos menos recomendables
del puerto. Sin dudar, los tres aventureros se plantan allí con
grandes alardes de ir a arrasar el lugar. Como no podía ser menos,
se inicia un multitudinario combate entre los tres compañeros y
todos los presentes (unos veinte), que son en su totalidad miembros o
simpatizantes de la tríada del Gato negro. Subidos a mesas, trepando
a la barra del local, colgados de las lámparas o haciendo cabriolas
por las paredes, Chang Wo, Shosuro y Lei Tsu dieron todo un recital de
artes marciales y buen hacer. Los combatientes y pícaros aficionados
que componían la purria de clientela del local no fueron en ningún
momento una amenaza para los justicieros, que acabaron con ellos con apenas
unos rasguños. Un momento para que los héroes se luzcan
ante las cámaras, antes del enfrentamiento serio. Tras el teatro
de sombras chinas, Shosuro encuentra una puerta oculta que lleva hacia
el fumadero clandestino de opio. Tras atravesar un pasillo iluminado por
un par de globos de papel rojo con velas dentro, los tres llegan hasta
otra cámara cuadrada, abarrotada de almohadones y cojines disperos
por el suelo, dos pipas de agua en el centro y varios catres para que
los clientes se suman a gusto en sus sueños tóxicos. La
sala parece estar vacía. Sin embargo, entre las mantas y cojines
de una esquina, la aguda vista del sohei vislumbra un gato acurrucado
que los mira con gran interés. Sospechando algún tipo de
trampa, los tres compañeros se aprestan para el combate, tratando
al inofensivo felino como si fuese un peligro inminente. El gato salta
de golpe e intenta escurrirse entre sus piernas para salir de la sala,
pero Shosuro cierra con gran rapidez la puerta antes de que lo logre.
Acorralada, el Gato negro adopta una forma humanoide ante los fríos
ojos de los tres paladines del bien. Se trata de una mujer hengeyokai,
una extraña raza de cambiaformas que habita en Shou Lung. Sus poderes
para adoptar forma felina, o un estado híbrido entre humano y gato
en el que obtiene grandes beneficios de agilidad y destreza, la han llevado
hasta la posición de poder que ostenta ahora, con su propia red
de chantajistas, ladrones y asesinos. Pero su reinado del crimen ha llegado
a su fin. Acorralada y despojada del factor sorpresa, la hermosa mujer
morena lucha con furia con sus dos sais, pero termina siendo abatida por
los ataques combinados de los tres héroes. Shosuro se encarga de
despojar el cadáver de todas sus posesiones de valor, antes de
abandonar el lugar sin mirar atrás.
Desde luego aún queda mucho por hacer en Taitung respecto a la
corrupción y el crimen que dominan la zona portuaria, pero los
héroes están hastiados de sus fracasos, de la abarrotada
ciudad y del clima de secretismo. Antes de que la guardia de la ciudad
pueda cuestionarlos por sus actos, como ladrones furtivos ellos mismos,
abandonan Taitung para proseguir su viaje hacia el sur a lo largo del
cauce del Canal del Gran emperador. La ciudad, sin duda, ahora es un lugar
mejor. Pero el Gato negro pronto será sustituido por otro señor
del crimen. Lo único que obtienen los héroes es una venganza
fugaz y un sentimiento de vacío, mientras dejan atrás las
últimas casas de la urbe comercial y se adentran de nuevo en los
tranquilos pastizales del sur.
4ª Sesión: La máscara del demonio

La primera noche que pasan a la intemperie, con la única compañía
de las montañas que se alzan al sur y los insectos nocturnos, el
aasimar Lei Tsu tiene un enigmático sueño: un magnífico
tigre de enormes proporciones camina con calma por la jungla, con su cara
oculta por una máscara dorada, que representa los infernales rasgos
de un demonio. Tras haber compartido esta visión con sus compañeros
de viaje, a ninguno de los cuales les dice nada significativo, reemprenden
el viaje hacia el sur.
El canal del Gran emperador, que han estado siguiendo hasta ahora, cruza
varias esclusas que hacen ascender su corriente hasta el nivel de las
tierras altas del interior. A partir de cierto punto de la carretera de
Kiafeng, el nombre del canal cambia; desde el sur de Taitung hasta su
unión con el río Chan Lu, la vía fluvial recibe el
nombre de canal del Segundo Imperio. A pesar de que las indicaciones del
sabio shiryo no decían nada sobre este cambio de nombre, que los
aleja del Gran emperador, deciden que no pierden nada por seguir el nuevo
canal y adentrarse más aún en las tierras del suroeste.
Tras pasar un par de días atravesando las monótonas extensiones
de pastos y praderas que los separan de las montañas que se divisan
en el horizonte, los tres amigos se disponen a acampar para la noche.
Las estimaciones de Shosuro indican que llegarán a las primeras
estribaciones a media mañana. Sin embargo, su última noche
en la llanura no iba a ser tranquila. Con la luna descendiendo ya hacia
el horizonte, el samurai Wo escucha un ruido sospechoso. Aguzando la mirada,
descubre dos voluminosas siluetas más oscuras que su entorno, acechando
en las cercanías del campamento. Con un grito y un par de patadas
bien dadas, el guerrero pone en pie a sus compañeros, que recogen
sus armas entre maldiciones. Dos criaturas semejantes a ogros, pero con
retales de escamas en sus cuerpos y dos largas protuberancias sobre su
boca, asaltan el campamento en ese instante. La lucha contra los dos kijo
es dura, pero finalmente el poder combinado de sus armas, así como
un par de golpes afortunados de la naginata de Lei Tsu, dan con ellos
en tierra. El registro de los cadáveres no ofrece nada de provecho,
así que los aventureros, desvelados ya, cubren con tierra los rescoldos
de la hoguera y emprenden el camino antes del amanecer.
Como
bien había predicho Shosuro, sus pasos los llevan al camino de
montaña muy pronto, y sus tripas comienzan a rugir cuando ya han
caminado un buen trecho entre los riscos. Los tres compañeros hacen
un alto para regalarse una breve comida a base de pan y carne seca, cuando
los agudos oídos del pícaro oyen algo. Parece el desesperado
grito de ayuda de un hombre. Intrigado, trepa por una suave ladera de
grijo hacia la fuente del sonido. El samurai le sigue, katana en mano.
Lei Tsu se queda abajo, cuidando de los caballos. Al coronar la loma que
bordea el camino, los dos aventureros se sorprenden al ver a un hombre
corriendo en su dirección. Va vestido con ropas muy humildes, harapientas
y sucias. Grita como un demonio mientras sus pies levantan una gran polvareda
al desplazarse a gran velocidad. En el último instante, cuando
ambos creen que el desconocido va a embestirlos, éste cambia de
dirección y sale como una flecha hacia un lado, bajando por una
pendiente que rodea un gran risco a la izquierda de los aventureros. Shosuro
y Wo se miran. Ambos lo han visto: las manos del hombre estaban atadas
a su espalda.
Los dos salen corriendo tras él, mientras le gritan que se detenga.
Tanto si los oye como si no, el desconocido no aminora la marcha. En su
alocada carrera da la vuelta al gran risco de piedra, perdiéndose
de vista durante un instante. Wo y Shosuro se apresuran a seguirlo, pero
cuando están a punto de bordear el saliente rocoso, el aterrorizado
lugareño choca contra ellos en su recorrido de vuelta. Sin apenas
haberse dado cuenta de su presencia, sigue su carrera en dirección
opuesta. Los intentos de Chang Wo por retenerlo fallan. Entonces se dan
cuenta de lo que huye. Un rugido a sus espaldas, mientras contemplan la
espalda del fugitivo y deciden si volver a perseguirlo o no, los hace
girarse. Por la pendiente suben dos formas humanoides, esqueléticas
y malformadas. Parecen necrófagos, pero su aspecto es aún
más salvaje y primitivo. El hedor de la descomposición los
precede, dando confirmación a las sospechas de los aventureros.
Preparando sus armas, ambos se mantienen firmes. A sus espaldas, Lei Tsu
acaba de coronar el terraplén, alertado por los gritos y las urgencias
de sus compañeros. Ante la duda, deja KO al fugitivo con un hábil
movimiento del asta de su naginata, que lo hace tropezar y caer de bruces
al suelo. Después, se adelanta para unirse a sus colegas en la
lucha. Los montañeses son temibles, unos luchadores feroces y salvajes.
El varón se traba de inmediato en cuerpo a cuerpo, arañando
con sus garras mientras trata de morder el cuello de algún enemigo
con sus asquerosos colmillos afilados. La hembra, un repugnante cruce
entre mujer e insecto alado, despliega sus alas membranosas y comienza
a hostigar a los aventureros desde el cielo, abriendo su boca hasta tamaños
imposibles con la intención de tragarse entero al que se despiste.
Cerca estuvo de lograr su objetivo, ya que uno de sus temibles mordiscos
alcanzó al samurai en un hombro, amenazando con arrancárselo
de cuajo con una fuerza brutal. Sin embargo, la oportuna intervención
del aasimar y la pericia de Shosuro con la lanza larga lograron abatir
a la bestia alada entre agónicos estertores. Su compañero
también yacía muerto sobre las rocas.
Una vez acabada con la amenaza, regresan para liberar al perseguido de
sus atadura. Éste se inclina con gran gratitud; se llama Foi-chu,
y proviene de una humilde aldea de las cercanías, llamada Tamyan.
En Tamyan todos son mineros, que excavan las cercansa minas de un monasterio.
A cambio de su ayuda en la excavación, los monjes protegen la aldea
de monstruos (como los montañeses que habitan la zona) y les ofrecen
la salvación de Talindra Chen, el Dios de las montañas.
Su situación como aperitivo de los montañeses se debió
a un accidente que provocó en la mina. Una galería entera
quedó anegada, requiríendose muchos días de trabajo
y sudor para volver a hacerla practicable. Los monjes decretaron que Foi-chu
había enfadado a Talindra Chen, por lo que fue condenado a morir
a manos de los diablos de la montaña, como sacrificio para apaciguar
al dios. Ahora está muy asustado, ya que no puede volver al pueblo
vivo. Los aventureros, tras meditarlo, le ofrecen algo de oro y uno de
sus caballos, para que se marche de las montañas en dirección
norte, a Taitung. El minero, contentísimo, se lo agradece de todo
corazón y les dice que tiene algunos parientes lejanos en esa ciudad
que podrán acogerlo. Antes de irse, les pide que le digan a su
esposa, Tenika, que sigue vivo gracias a ellos, y que se reúna
con él en Taitung en cuanto pueda.
Siguiendo las indicaciones de Foi-chu, pronto encuentran el mísero
villorrio entre los riscos de las montañas. Se asienta en una ladera
pedregosa, junto a un camino que desciende a un valle cubierto de árboles
chaparros y retorcidos. Viendo cómo las puertas y ventanas se cierran
a su paso, los compañeros se fijan en que entre los resquicios
sólo se ven rostros femeninos y apenas tres o cuatro niños.
Los hombres deben estar trabajando. Incapaces de hablar ni encontrarse
con nadie, los tres aventureros continúan por el camino, dejando
atrás la villa fantasma. Pronto se encuentran con la boca de una
cueva, vigilada por dos hombres vestidos de negro. El intercambio de palabras
no conduce a nada, ya que los dos guardias no dicen nada a los visitantes
que no supiesen ya.
Alejándose más aún por el camino para bajar al valle,
los tres viajeros llegan a un recodo del sendero en el que se puede ver
un muro manufacturado por el hombre, incrustado en la falda de la montaña,
con un pequeño portalón de hoja doble. La puerta está
firmemente atrancada. Deduciendo que se trata de una entrada secundaria
al templo, deciden acampar en el bosquecillo y esperar la caída
de la noche. Nada más ocultarse el sol, Shosuro intenta abrir la
cerradura de la puerta. No lo logra a la primera, pero tras un par de
intentos más, el mecanismo salta. Los tres intrusos se adentran
en un pasillo oscuro sin tallar, que termina en un pozo con una escalerilla
ascendente. Suben por ella sin pensárselo dos veces, para llegar
a una especie de almacén lleno de túnicas, barriles con
agua y comida y herramientas de minería. Lei, Chang y Shosuro se
ponen otras tantas túnicas negras como las de los guardianes de
la boca de la mina, aunque saben que esta mascarada no durará mucho
si son descubiertos. Aún así, aguantan la respiración
cuando salen al pasillo principal.
Todo está aparentemente en calma, pero se escuchan algunos cánticos
a su derecha. Siguiendo esa dirección, atraviesan una amplia sala
llena de camastros, literas y arcones. Seguramente sean los barracones
de los monjes. Otro pasillo más, y un monje se cruza en su camino.
No parece dedicarles una segunda mirada, pero de golpe se gira y les dice
algo. Ninguno de los tres reconoce las palabras, así que siguen
caminando. Pero cuando el monje les grita y comienza a alzar la voz, saben
que hay que hacer algo. En un abrir y cerrar de ojos, el arco del samurai
lanza una certera flecha contra el monje, que resulta herido de gravedad
pero logra escapar corriendo pasillo adelante. Siguiéndolo con
presteza, los tres aventureros desembocan en una gran sala de adoración,
decorada con anchas columnas en toda su longitud. Al final, sobre un estrado
formado por tres escalones, se alza una enorme estatua de piedra sentada
sobre sus piernas cruzadas. Su cabeza tiene cuatro rostros, uno mirando
en cada dirección. Ante ella, una multitud de unos quince monjes
está reunida alrededor del cadáver del guardia, que ha llegado
arrastrándose hasta ellos. Pero la vista de los aventureros se
gira al unísino hacia la figura que se gira en el estrado para
ver su irrupción: un ser humanoide, vestido con la misma túnica
negra de los demás, pero cuya cabeza es de color rosáceo
y presenta varios tentáculos en la mitad inferior.
Mientras los tres héroes se enfrentan a la masa enfurecida de
seguidores, proceso durante el cual resultaron bastante contusionados,
el ilícido se acercó a la estatua y comenzó a canturrear
un salmo. Una vez rota la defensa de los monjes, los tres aventureros
se aprestaron para enfrentarse a la mayor amenaza de su viaje: el ilícido.
Sin embargo, cuando se acercaban a su presa, se quedaron helados al ver
que la estatua del fondo de la sala se levantaba sobre sus pétreas
piernas para mirarlos. Acobardados, los tres héroes se retiran
unos pasos. La estatua viviente se cierne sobre ellos, pero, sabiendo
que no tienen a dónde huir, se preparan para luchar. Shosuro se
encara con el ilícido, logrando herirlo con su lanza en el primer
asalto. Chang Wo y Lei Tsu se enfrentan con la estatua, sin mucha esperanza
de hacerle daño. El ilícido emplea su ataque de aturdimiento
mental contra los héroes, dejando fuera de combate a Lei Tsu y
Shosuro. En ese momento, una figura aparece de entre las sombras y apuñala
al ilícido por la espalda. Soltando un chillido de furia y dolor,
el ser se retira un paso e invoca un conjuro de teleportación,
desapareciendo de la escena. Sólo quedan el samurai y el recién
llegado para enfrentarse a la mortal estatua de piedra animada, que hace
uso de sus poderes para hacer que broten del suelo peligrosas púas
de piedra. Luego, convoca un terremoto que a punto está de matar
por aplastamiento a los dos personajes paralizados. Las armas de los mortales
apenas arañan su pétrea superficie. Está claro que
este monstruo convocado tiene poder suficiente para aplastarlos sin pestañear.
Cunde el desánimo. Sin embargo, el recién llegado tiene
una idea. Le grita al samurai que intente arrancar la máscara que
la estatua lleva en su rostro trasero. Mediante una arriesgada maniobra
de piruetas, el samurai introduce la punta de su katana entre la máscara
y la piedra, haciéndola saltar. Así, la estatua se queda
petrificada de nuevo. La máscara cae al suelo, donde la rápida
mano del desconocido la recoge.
El
hombre se presenta como Brahma
Daswani, hechicero al servicio del gran rajá
Sulai
Antra. Fue enviado por su señor a estas
tierras lejanas para recuperar la sagrada Máscara de Kali, robada
por estos monjes por orden del ilícido, ya que cuenta con algunos
poderes mágicos que pueden emplearse para fines malvados (algunos
de los cuales ya han visto). Brahma
ayuda a Chang Wo a reanimar y curar las peores heridas de sus compañeros,
acompañándolos después hasta la salida del lugar.
El hechicero lleva un par de días infiltrado en el templo, espiando
desde las sombras y esperando el momento idóneo para actuar. El
ilícido empleaba el culto como forma de subyugar a los lugareños
para que explotasen la rica mina de oro; así, acumulaba riquezas
y hombres para sus propios fines insondables. La irrupción de los
tres aventureros precipitó las cosas; Brahma
decidió actuar para ayudarlos, ya que parecía el mejor momento
de lograr su misión. Los héroes no se oponen a que se quede
con la máscara, y el hindi se lo agradece con una profunda reverencia.
Además, les dice que si lo honran con su compañía
de vuelta a su selvático reino de Kuning, en la lejana península
de Segara, su amo el rajá los recibirá como a emperadores
por haber ayudado a su súbdito en su misión.
Lei Tsu, reconociendo cierto parecido entre la Máscara de Kali
y la máscara que aparecía en sus visiones, aconseja a sus
compañeros aceptar. Con una amplia sonrisa, Brahma
se muestra encantando. Viajarán juntos, pues.
| Nota del Master: Pido disculpas públicamente
por esta mierda de aventura. Lo siento. |
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